Cuando una industria funciona hay que protegerla como sea, aunque para ello tengamos que recurrir a las acciones más absurdas, aunque para ello tengamos que perjudicar a las tecnologías que acaban de nacer. No importa que una nueva tecnología tenga el apoyo del pueblo, no importa que a la larga se prevea que una nueva tecnología sea más beneficiosa en términos económicos y sociales que una que esté ahora funcionando. No importa que esté todo perdido de antemano. Lo que importa es defender a los que están arriba de los que emergen desde abajo. Lo que importa es defender a los que están arriba de aquellos que ni siquiera tendrán la oportunidad de emerger.
Uno de esos momentos en los que los de arriba vieron temblar las bases de su asentado sistema, sobrevino a mediados del siglo XIX.
Con el descubrimiento de la locomotora a principios del s. XIX, los países con los dirigentes más hábiles se lanzaron a construir ferrocarriles. Su construcción no solo era buena para la industria y la sociedad, sino que los gobiernos sacaban una buena tajada en concepto de billetes, tasas de transporte e impuestos.
Locomotora «Elephant», 1815
Inglaterra, cuna del ferrocarril, de las locomotoras de vapor, y uno de los países donde el uso de raíles para el transporte de mercancías en vehículos de tracción humana o animal estaba más extendido, fue el país donde el tren se implementó con mayor velocidad, hasta el punto de que para mediados de siglo, la industria del ferrocarril estaba perfectamente integrada en la economía británica, e impulsaba una nueva revolución industrial.
Lo que los dirigentes del país y los representantes de la industria ferroviaria no esperaban era que a alguien se le ocurriese la idea de sacar las locomotoras de los raíles, su hábitat natural.
Comenzaron a aparecer por los caminos ingleses toda una variedad de engendros a mitad de camino entre un carro de caballos y una locomotora tradicional. Estos sorprendentes aparatos que podían transportar personas y carga eran capaces de alcanzar velocidades de casi 20 km/h, con unas dimensiones que rondaban los 10 metros de longitud por 3 de ancho y con un peso que rondaba las 15 toneladas.
La aparición de estos vehículos, a pesar de ser celebrada por el público en general causó pánico en diversos sectores de la economía. La industria ferroviaria, temió perder su, en la practica, monopolio del transporte a distancias medias y largas, y en las distancias cortas, los que lloraban su aparición fueron los dueños de las empresas de transporte tirado por caballos.
El gobierno británico, incapaz de ver nada más que el presente, empujado por los empresarios de los distintos sectores y como no, para defender sus propios intereses en el sector, optó por tratar de proteger el sistema ya establecido.
En 1861, el gobierno británico aprueba la primera ley del mundo en limitar la velocidad de circulación en carretera, la llamada Locomotive Act. Impuso un límite de 16 km/h fuera de poblado y un máximo de 8 km/h dentro de los mismos. Además limitó el peso de los vehículos a un máximo de 12 toneladas.
La escusa esgrimida fue que este tipo de vehículos dañaba las carreteras y que además, a esas velocidades eran un peligro por su incapacidad para detenerse en una distancia corta. La realidad, era que estos vehículos, gracias a sus ruedas forradas con goma y a la ausencia del incesante martilleo de los cascos de los caballos causaban menos daños a las carreteras que los carruajes. En cuanto a los frenos, lo que se comprobó es que nada más nacer este vehículo, la tecnología de los frenos hidráulicos se vio repentinamente catapultada hacia adelante consiguiendo en muy poco tiempo resultados sorprendentes.
Locomotora Burrell
Sin embargo, para desconsuelo del gobierno británico, bajo estas nuevas normas siguen proliferando este tipo de vehículos que prometen un transporte rápido cómodo y sobre todo, barato.
Por desgracia, poco después ocurre el primer accidente mortal en carretera sobre un vehículo a motor. La caldera de una diligencia a vapor explotó matando a cinco personas e hiriendo a muchas otras.
Esta fue la nueva escusa del gobierno británico y los lobbies, que mostraron el incidente como prueba de la peligrosidad de estos coches.
Evedon Lad (1910)
Así que el 5 de Julio de 1865 una nueva ley era redactada.
En esta ocasión se marcaban los limites de velocidad de estos vehículos a 6 km/h fuera de las ciudades y a 3 km/h dentro de ellas. Además se estipulaba que la dirección del vehículo y el manejo de los frenos debía llevarse a cabo por dos personas distintas, y por si fuera poco una persona debía ir caminando 50 metros por delante de la locomotora con una bandera roja para avisar a todos los usuarios de la vía de su llegada.
Pero ni por esas, no había manera de darle la estocada final a este medio de transporte. Y en 1878 el gobierno vuelve a cargar contra estos vehículos a vapor; esta vez ordenan que sean los vehículos a vapor los que estén obligados siempre a ceder el paso a los vehículos tirados por caballos, y además se les prohíbe emitir humo o vapor para evitar que los caballos se asusten.
Ahora sí, el gobierno podía estar orgulloso de haber acabado con la amenaza del transporte motorizado por carretera.
Locomotora Ransomes, Sims & Jefferies Ltd (1908)
Gracias a ello Gran Bretaña sufrió un parón de treinta años en el desarrollo de la industria automovilística y permitieron que Alemania, Francia y EEUU se les adelantaran con el motor de explosión. Ellos que pudieron haber sido los pioneros, acabaron perdiendo el tren.
El propio Thomas Alva Edison, inventor de casi todo, escribió en 1901:
"El vehículo de motor debería haber sido británico. Ustedes (los británicos) lo inventaron en la década de 1830. Sus carreteras son las mejores después de las francesas. Tienen ustedes cientos de ingenieros especializados, pero han perdido su industria por el mismo tipo de legislación y prejuicios estúpidos que les han atrasado en muchos aspectos de la electricidad".
En el siguiente vídeo podéis ver a los "traction engine" en funcionamiento y cargados hasta los topes:
Fuente: 1
Han pasado dos siglos y solo tenemos que mirar a nuestro alrededor para ver que seguimos cometiendo el mismo error.
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